sábado, marzo 17, 2007

Contemplando el álamo carolina


En esas horas mágicas
de la noche
a veces uno encuentra, o es encontrado, en esas miradas
inaprensibles
Oscilan entre fuegoverde, leñamiel
Una mirada de hada

féerica


Meditango de Astor Piazzolla me maravilla desde la red. Está amaneciendo. Lo mejor para estas horas es el tango.Cuando aún no sabemos si apostamos a nubes o a sol. Las aves, las aves apuestan que haya luz y sólo eso las hace ganar. ¿Cómo entender sino el canto madrugador cuando no sabés como será el día? Pero quiero poner las impresiones con las que volví a despertarme. Esas sensaciones, esas ideas que reconstruían la Balada del Álamo Carolina de Haroldo Conti en mí. Recuerdo La Balada del Álamo Carolina , hablando del fuego verde. Hay muchas clases de álamos, los California, largos y delgados como lanzas. Son esos que se usan como cerco contra las correrías del malón de los vientos. En Mendoza los ves bordeando la ruta que entran a las pequeñas ciudades. Los otros están amuchados como barras bravas en el Parque Pereira Iraola, los California. Anchos, gordos bravos agitando sus hojitas de plata en una lluvia de reflejos bajo el sol. Aunque tengo impregnadas mis retinas del solitario árbol del cuento de Conti. Jamás lo ví. No recuerdo en mis viajes haber cruzado los campos de Chacabuco, si bien intuyo que son tan similares y tan distintos a los que cruza la ruta 7 por Pergamino. Pero ese es el álamo que conozco, tan bien o mejor que los California que cuidaban la casa de mi abuelos maternos. Ya no están los abuelos y no está el par de californianos tampoco, sólo los troncos.


Se sentía mirado y no podía decir si eran o no ojos, si eran verdes o marrón miel. La mirada disimulada en un bosque de largas cañas oscurecidas.

No estaba tan cerca del Álamo Carolina, él tal vez estaba apoyado en la pared de la casa del cuento. Allá abajo en la hondonada. Era la tarde de la vida y el sol ya no estaba. Se había ido el sol y tal vez para siempre. O eso pensaba este hombre del crepúsculo.

Y entonces alzó los ojos y vió ese fuego verde detenido en las hojas del álamo. Supo que el sol estaba ahí guardado.

Alejandro Ferreyra

Colaboradores